La muerte de un poeta (IV)
Geovani Galeas
geovanigaleas@hotmail.com

 
 
 
Managua, 1990. El comandante Humberto Ortega, jefe de las Fuerzas Armadas de Nicaragua, comparece ante los medios de prensa ordenando a viva voz la captura de Joaquín Villalobos, a quien acusa de traidor, desleal y ladrón.

Ocho años atrás, en 1982, una sigilosa madrugada, Ortega había acompañado a Villalobos hasta una solitaria playa del pacífico nicaragüense. Desde allí zarparía el salvadoreño en una lancha furtiva hacia el frente de guerra, en el norte de Morazán, luego de una gira en búsqueda de armas por varios países socialistas.

Más allá de los imperativos del internacionalismo proletario, ambos comandantes, políticamente pragmáticos y estrategas militares natos, habían trabado una fuerte amistad. Al despedirlo, Ortega le regaló a Villalobos un Rolex y una pistola labrada en plata.

Y ahora Villalobos le ha robado un lote de misiles soviéticos tierra-aire. Con ello lo ha puesto en un grave predicamento personal y a la vez ha comprometido seriamente la seguridad nacional nicaragüense. “Un hombre en guerra es un desesperado. Y un hombre desesperado es capaz de cualquier cosa”, me explicaría después Villalobos en una entrevista.

En ese momento el FMLN estaba a punto de colapsar por desgaste, luego de catorce días de una impresionante pero infructuosa ofensiva sobre San Salvador. Pero también por la caída del muro de Berlín, la invasión norteamericana a Panamá, la crisis soviética y la derrota electoral de los sandinistas.

A esas alturas, el puesto de mando estratégico de los insurgentes salvadoreños se había desplazado a Managua, lo que había entrado en caos al perder los sandinistas el poder. Villalobos concibió entonces un plan desesperado. Según su análisis, la ventaja táctica del ejército salvadoreño radicaba en la aviación, que impedía la estabilidad en los frentes guerrilleros y obligaba la permanente dispersión de fuerzas.

La única posibilidad de sobrevivir era la tenacidad… y los misiles. Pero estos formaban parte de las armas estratégicas que garantizaban el equilibrio geopolítico en la guerra fría. Ni rusos ni norteamericanos podían ponerlos en manos de fuerzas irregulares. Humberto Ortega, único sandinista que después de la derrota electoral continuaba en el poder, en calidad de ministro de Defensa, los tenía. Y Villalobos, en una operación digna de Hollywood o de la pluma de Le Carré, alargó subrepticiamente la mano.

A los pocos días una aeronave del ejército salvadoreño fue abatida en pleno vuelo por un misil soviético, cuyo número de serie correspondía al arsenal nicaragüense. Los teléfonos del búnquer del general Ortega comenzaron a timbrar incesantemente. Lo mismo sucedía en la oficina de Fidel Castro, en la Casa Blanca y en el Kremlin.

En una casa clandestina situada en la periferia de Managua, Villalobos escuchó por la radio la orden de captura. Minutos más tarde recibió a un lacónico intermediario de Ortega: “Humberto dice que te entregués y que en la cárcel van a negociar”, dijo el hombre.

–Si me quiere capturar ya sabe donde estoy. Pero advertile que voy a combatir. A mí nadie me agarra vivo -respondió Villalobos, mientras se quitaba las botas militares y se calzaba un par de tenis, como en sus viejos tiempos de guerrillero urbano, cuando ignoraba quién era Roque Dalton y tampoco sabía que matar poetas no es precisamente un buen negocio. (Continuará.)