[Universo
crítico]La muerte de un poeta (VIII)
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Alejandro Rivas Mira acaso presintió la desgracia aquella Navidad de 1973, cuando Roque Dalton, llegado ese mismo día desde La Habana bajo el nombre de Julio Dreyfus, en lugar de mirarlo con temor y respeto y cuadrarse militarmente en su presencia, lo saludó con un desenfadado “¿qué pasó, maricón?” Rivas Mira era el indiscutido caudillo del
ERP, el mítico sobreviviente de “El grupo”, núcleo inicial de la guerrilla.
Casi todos los otros fundadores habían desertado o muerto en acción. Él
había resistido la oleada represiva. Eso, y una vaga leyenda de
revolucionario forjado al calor de combates lo mismo en Guatemala que en El
Salvador, en Alemania que en Venezuela, deslumbraban a sus jóvenes
lugartenientes, que no cesaban de asaltar bancos, realizar secuestros, matar
guardias y dinamitar instalaciones enemigas. Pero Dalton, que era de su misma generación, lo
conocía muy bien y no se tragaba el cuento. De leyenda a leyenda ahí se iban
los dos: el uno con su saga de combates imaginaros o no; el otro, con un
tambache de poemas y polémicas ideológicas que brillaban en toda América
Latina. Con todo, Rivas Mira estaba contento aquella noche.
Luego de la primera gran debacle de muertes y deserciones, había logrado
hacer crecer al ERP, al integrar a tres grupos que, aunque distintos entre
sí, se unificaban bajo su mando: el de los poetas-combatientes (representados
por Fermán Cienfuegos y Lil Milagro Ramírez); el de los
políticos-combatientes (Joaquín Villalobos y Rafael Arce Zablah), el de los
combatientes puros y duros (Jorge Meléndez y Vladimir Rogel). Muy pocos de
esos muchachos pasaban de los 22 años, y todos creían que Rivas Mira era el
mismísimo Che Guevara redivivo. Además, había conseguido el apoyo cubano en armas y
entrenamiento militar especializado para sus cuadros. Pero no el respaldo
político. Sus devaneos maoístas no lo hacían confiable. Había tenido que
negociar ese respaldo a cambio de aceptar a su lado, en calidad de asesor y
garantía, a un viejo e irreverente conocido que sí gozaba de la confianza
habanera: Roque Dalton. Pero Rivas Mira desconfiaba hasta de su sombra. A
fuerza de una jefatura estrictamente militar y verticalista, exigía el
absoluto sometimiento a sus dictados. No discutía: simplemente daba órdenes.
Y todos sabían y aceptaban que, en aquellas circunstancias, el
incumplimiento de una orden equivalía al fusilamiento sin apelación posible. Dalton, acostumbrado a tratar con las estrellas
políticas e intelectuales de la insurgencia latinoamericana, no estaba para
esos juegos de caudillismos de opereta provinciana, y comenzó por libre su
propio juego, pero desatendiendo las más elementales reglas de la
conspiración. Ese pecado, en el argot de las sectas dogmáticas y fanatizadas,
se denomina pomposamente “labor de socavamiento de la confianza en la
dirección”, y suele ser la antesala del juicio por traición. Dalton se ganó la simpatía de los poetas tan rápido
como el rechazo de los políticos y los militares. Estaba dispuesto a probar
que la capacidad de conducción de Rivas Mira estaba sobre dimensionada. El
duelo de poder entre ambos había comenzado. Había que decidirse entre el
poeta o el comandante. El ERP era demasiado pequeño para los dos: uno de
ellos debía abandonar la jugada o morir en el intento.(Continuará) |