Universo crítico]

La muerte de un poeta

(III)

Geovani Galeas
Colaborador de LA PRENSA GRÁFICA
geovanigaleas@hotmail.com

Joaquín Villalobos vivió veinte años al margen de la ley. El ejército nacional puso precio a su cabeza, la CIA conformó un equipo especial para cazarlo, y no es improbable que también la inteligencia cubana haya intentado su aniquilación.

Fue el estratega militar de la guerrilla que en la penúltima década del siglo XX causó más de diez mil bajas a las Fuerzas Armadas salvadoreñas. Pero a lo largo de la batalla nunca lo hirió una bala ni pisó una cárcel.

A finales de 1977, estaba a punto de coronar una carambola genial. Con un solo golpe obtendría tres millones de dólares, el rescate de dos guerrilleros presos y algo del prestigio que su grupo, el Ejército Revolucionario del Pueblo, había perdido por completo.

La debacle había comenzado en 1975. Hasta entonces el ERP había matado o secuestrado a militares, políticos derechistas, industriales y banqueros, pero ese año también el poeta Roque Dalton pasó a la lista de sus víctimas.

Repudiado universalmente por ese asesinato, el ERP se escindió. La fracción de Villalobos sufrió además infiltración policial: diecisiete de sus casas de seguridad fueron descubiertas y varios de sus miembros cayeron asesinados o capturados. Para rematar, el jefe del ERP en ese momento, Alejandro Rivas Mira, se esfumó con el dinero del grupo.

Villalobos asumió entonces la jefatura de esa guerrilla en harapos, reducida a unos cincuenta combatientes sobreviviendo a salto de mata. Su primera decisión consistió en arriesgarlo todo en una operación espectacular: el secuestro de un líder de las finanzas nacionales.

El golpe resultó impecable, salvo por un detalle: en el cruce de fuego con los guardaespaldas del magnate, éste sufrió una herida. El gobierno cumplió las exigencias guerrilleras a cambio de la vida del secuestrado. Pero lo que Villalobos entregó fue un cadáver. Luego diría que la libertad de dos revolucionarios valía más que la vida de un oligarca.

En 1984 dirige un ejército insurgente en Morazán. Pero ha perdido el sueño y quizá pronto pierda la guerra y la vida: el coronel Domingo Monterrosa se ha propuesto cazarlo. Asedia, persigue, cerca y no da tregua con la aviación y la artillería.

Es fama que a esas alturas, en el ardiente tablero de la guerra salvadoreña, Monterrosa es el rey y Villalobos la dama. El coronel ha tomado el asunto en términos personales. Sabe que las fuerzas de su adversario están exhaustas, acorraladas. Y aprieta el cerco.

Los guerrilleros huyen en desbandada, dejando en abandono una mochila ensangrentada de Villalobos y el transmisor de la legendaria Radio Venceremos. El coronel sabe que no es la victoria definitiva. Pero casi. Y quiere que también el mundo lo sepa.

Ordena que suban el transmisor y la mochila a su helicóptero, y con los jefes de sus seis batallones alza el vuelo hacia su cuartel, donde mostrará a la prensa sus trofeos de guerra.

Desde una altura no muy lejana, Villalobos observa con sus binoculares la maniobra. No está herido. Todo ha sido una simulación perfectamente planificada: en el transmisor hay ocho tacos de dinamita. Cuando el helicóptero pasa frente a su punto de observación, ordena el disparo de la señal teledirigida. La nave estalla en una gran bola de fuego, humo y cenizas de un Estado Mayor en pleno.