[Universo crítico]

La muerte de un poeta (VII)

Geovani Galeas
geovanigaleas@hotmail.com

Colaborador de LA PRENSA GRÁFICA

 
 

Una tarde de 1974, en una casa cercana al parque Centenario, dos hombres discutían a gritos sobre la ominosa cancelación de la primavera de Praga por parte de los tanques soviéticos. Ambos citaban y contra citaban a Althusser, Gramsci, Poulantzas, Rosa Luxemburgo y otros teóricos marxistas. Las posturas eran irreconciliables. Este consideraba la invasión como una infamia; el otro blandía complicados malabares argumentales para justificarla.

Estaban armados y borrachos, y no eran simples polemistas de cantina. Este había sido declarado enemigo público número uno por las autoridades, y las paredes de San Salvador estaban plagadas de afiches con su retrato ofreciendo dinero por su cabeza: era el comandante en jefe del ERP. El otro era su asesor político: Alejandro Rivas Mira y Roque Dalton.

Cuando Joaquín Villalobos, cuarto en la jerarquía de la jefatura guerrillera, entró a esa casa, quedó choqueado. Ahí se había violado, en términos de gravedad máxima, toda la normatividad que regía implacable la vida clandestina hasta el extremo del cianuro obligatorio en caso de captura.

Villalobos había pasado de las protestas universitarias a la clandestinidad insurgente en 1972, a los 21 años de edad. Era el caudillo de un pequeño grupo de jóvenes radicalizados en la experiencia de trabajo social en comunidades marginales. Había estudiado el bachillerato en matemáticas en el Liceo Salvadoreño, bajo la tutela de sacerdotes del Opus Dei, y luego había ingresado a la facultad de economía. En suma, no tenía gran aprecio ni por el comunismo ni por la literatura.

Por eso había integrado su grupo al ERP, cuyo jefe era abiertamente pragmático y anticomunista. Hay que recordar que por esas fechas el partido comunista salvadoreño, bajo la dirección de Schafik Handal, se empeñaba en esfuerzos electorales y fustigaba a los que habían optado por la lucha armada, etiquetándolos bajo la viñeta de ultra izquierdistas. En la Universidad Nacional circulaba un panfleto en que el mismísimo Schafik acusaba al Che Guevara de ser un simple aventurero.

Roque Dalton, comunista y literato que había vivido los últimos diez años fuera del país, entre Europa y Cuba, era un nombre que a Villalobos apenas le sonaba. Aquella tarde sólo era un señor algo panzoncito, bolo y lenguaraz, que se hacía llamar Julio Dreyfus. En adelante, ni Rivas Mira ni el tal Julio gozarían de la confianza y el respeto de él ni de los combatientes bajo su mando.

No es improbable que Nureyev fuera el mejor baletista de todos los tiempos. Pero es seguro que las cualidades que lo afirmaban como tal no le sirvieran en absoluto para sumarse a un equipo de rugby, donde en una tacleada no sólo podría sufrir el deterioro de sus largas, preciosas y esmaltadas uñas. Y aquel ERP de los setenta era, sin duda, mucho más rudo que un equipo de rugby. La suerte de Dalton estaba echada desde el momento mismo de su ingreso.

Cuatro fueron los argumentos, al menos los principales, que el ERP adujo para justificar la ejecución de Dalton: que era agente de la CIA; que había promovido el fraccionamiento del ERP; que era agente de la inteligencia cubana; que era un bohemio irresponsable en el contexto de la lucha clandestina. De las cuatro acusaciones sólo la primera era infundada. (Continuará)