Pretextos]

El abogado de Dalton (2)

Miguel Huezo Mixco
Columnista de LA PRENSA GRÁFICA
mhuezo@laprensa.com.sv

Eduardo Sancho ha seguido embrollándose en la idea de que Dalton fue sometido a un “juicio” antes de ser asesinado. El martes, Sancho se presentó en el programa de Geovani Galeas en la televisión por tercera vez, y volvió al tema. Sancho no debiera sentirse obligado a defender su papel de abogado de Dalton. No tengo ninguna intención de agraviarlo, Sancho es una persona respetable, pero me temo que, un poco ingenuamente, le está haciendo un favor inmerecido a los que mataron al poeta.

De su versión de los hechos se pueden sacar en claro dos cosas. Primera: si Sancho defiende la existencia del juicio está aceptando que Dalton, a la postre, fue vencido en juicio. Dentro de esa lógica, si Dalton fue vencido en juicio, los disparos del 10 de mayo de 1975 no constituyen un crimen, sino sólo el resultado de un procedimiento institucional. Un procedimiento tan alevoso, agreguemos, que Sancho mismo huyó de aquellos jueces como de la peste. Hay dos posiciones difíciles de conciliar en el argumento de Sancho. Es muy difícil caminar entre ese juego de espejos.

Sancho ha propuesto que no se siga teniendo a Dalton como un “prisionero político”. Comparto su idea, porque algunos no sólo tienen el justo interés en lavar su memoria, sino también el menos recto propósito de implantarlo como una figura que le otorgaría infalibilidad a sus propios juicios políticos y estéticos, a menudo sectarios. (Estos deben ser los “resentidos” que tanto molestan a Galeas, que parece no conocer los resentimientos.)

Liberar a Dalton, sin embargo, no debiera significar que se deje de preguntar por su muerte. Hablar de ella es importante, por muchas razones, pero en especial por una: La impunidad moral de crímenes como este ha hecho un gran daño al estado de ánimo de la sociedad salvadoreña. Hablar de su muerte no debe servir para repetir los torneos de ofensas. A Dalton, a veces tan solemne como sarcástico, a quien le gustaba dar lecciones de moral y era amigo de las sentencias, quizás le hubiera gustado insistir en aquel verso suyo: “Os quedaréis llenos de culpa resoplando eternamente”. Pero la culpa no sirve de nada, si no nos encamina a un tipo de responsabilidad con el presente: no encubrir, no matar, no dejar de preguntar.

De Dalton todavía hay muchas cosas por descorrer; del Dalton poeta y del Dalton revolucionario, que son indivisibles (como lo fueron, por ejemplo, André Breton y el Surrealismo). Con frecuencia su nombre, su poesía, su leyenda y hasta su nariz, fueron manipulados para que inspiraran a un momento de nuestra historia: el de la lucha revolucionaria. Y su poesía sí que tiene ángel, para enamorar, para enfurecer y para reír. Su popularidad no es obra de un plan maquiavélico de los rojos. Y ahora podemos decir que Dalton probablemente tampoco tuvo la disciplina del soldado, ni la astucia, ni el pragmatismo del político. La prueba es que un mal día, en medio de las estratagemas de la naciente guerrilla, que tanto le apasionaban, fue a dar con sus huesos, casi como un rehén, a ese “juicio”, al que ya nadie, ni Eduardo Sancho, debiera llamar con ese nombre tan pomposo, aunque sea sólo por respeto a su memoria.